CHAPTER 2 - The Vanished Ledger and the Silent Porter

Juan inicia el segundo día con una carrera a lo largo del Turia antes de examinar el token de bronce y esmalte, notando una tenue marca de serie que sugiere un club marítimo. Visita los archivos de la ciudad, donde los huecos en las estanterías y un libro de firmas alterado indican una eliminación intencionada de registros vinculados a un libro de donaciones que Blanca Ferrán había estado catalogando. Un portero anciano, Vicent, se estremece al ver el token y murmura advertencias sobre un antiguo círculo marítimo antes de negarse a hablar más. En el Ayuntamiento, un funcionario sereno bloquea a Juan bajo el pretexto de la privacidad de los donantes y una auditoría en curso, mientras que las menciones al Conseller Mateo Vives y la dinastía naviera Beltrán insinúan presiones desde arriba. De vuelta en su oficina junto al puerto, Juan traza pistas y llama a un sargento retirado, enterándose de un club privado cuyo sótano supuestamente alberga un "Libro de Donativos." Esa noche, Juan se enfrenta a la seguridad del club y vislumbra manchas de sal y fibras de esparto—ecos de la escena del crimen—en la vestimenta de un guardia. Desde debajo de una rejilla en el sótano, un teléfono vibra débilmente, recordándole el móvil desaparecido de Blanca, justo cuando llegan dos hombres con una orden de restricción que lleva el sello de la Consellería, obligándolo a elegir entre retroceder o caer en una trampa.
El aire fresco y húmedo de la madrugada acariciaba a Juan mientras avanzaba por el lecho de grava y tamarisco del Turia, sus pulmones trabajando, su mente despejándose al compás de su ritmo constante. La fragancia de azahar le llenaba los pulmones, y las luces de la ciudad se retiraban como un sospechoso que se escabulle tras una inocencia ensayada. Para cuando se duchó y anudó una delgada corbata de seda, su traje de lino se sentía como una armadura: de color arena, flexible, sus zapatos Oxford marrones brillaban pero aún chirriaban al cruzar el parqué de su salón. Colocó el medallón de bronce y esmalte bajo la lámpara de su escritorio, el emblema de murciélago atrapando una lágrima de esmalte azul, con un borde desgastado alrededor de la ala.
Cristales de sal se entrelazaban en su hendidura, y en el borde, bajo la pátina, un minúsculo sello parpadeaba: CMV-73, las letras como un secreto cosido demasiado apretado para ignorar. Aparcó cerca del Archivo del Reino de Valencia en Guillén de Castro, la fachada soportando una mañana de tráfico y palomas como verdades obstinadas. Dentro, la sala de lectura respiraba papel y almidón, y una dignidad cansada: lámparas de pantalla verde, largas mesas, altas ventanas que susurraban polvo a la luz. Blanca Ferrán había estado aquí a menudo, pensó Juan, lo suficientemente alta para alcanzar la estantería más alta con un ligero ángulo, su lápiz colocado detrás de una oreja.
Preguntó por los libros de donaciones y los registros de sociedades mercantiles del siglo XIX, tratando de sonar como un hombre que solo pedía el clima. La funcionaria consultó un registro, luego otro, y finalmente una tableta, su dedo congelándose al llegar al espacio en blanco donde esos volúmenes deberían estar. “Hay un vacío,” dijo, como si nombrara a un fantasma. En la estantería, el polvo se delataba—rectángulos más limpios que el resto, el contorno de lomos pesados que habían sido levantados recientemente.
El libro de firmas para consulta restringida estaba abierto, dos páginas arrancadas de forma limpia, una ausencia quirúrgica que hizo que la piel de Juan se erizara. Pasó la yema de un dedo por el borde y atrapó el tenue olor a aceite de naranja, donde alguien había limpiado más que solo polvo. Al preguntar sobre las cámaras de seguridad, el conserje se encogió de hombros y ofreció la misma disculpa que había dado La Lonja: mantenimiento, una transmisión congelada, un número de ticket que no resolvía nada. En la entrada de servicio trasera, el viejo portero estaba sentado en un taburete cuyo cojín recordaba tiempos mejores, una cadena de llaves sobre sus piernas como el rosario de un monje.
Con la gorra inclinada, el tabaco había manchado sus dedos del color del barniz viejo, y sus ojos eran un gris cauteloso, como el agua del mar antes de una tormenta. “Buenos días, Vicent,” dijo Juan, recordando al hombre de un funeral hace años donde todos llevaban el mismo duelo. Mostró el medallón, tan casual como un truco de monedas, y observó cómo un leve estremecimiento recorría la mandíbula del portero. “No sé de eso,” dijo Vicent demasiado rápido, la negación cayendo como un plato roto.
El tono de su madre lo encontró en ese momento—la calidez que podía transformarse en acero cuando una clase mentía. Guardó el medallón en el bolsillo y ofreció un cortado en un vaso de papel, quedándose de pie junto al portero en el rectángulo de luz de la puerta, la habitación detrás de ellos oliendo a pulimento de suelo y pegamento para papel. “¿El Cabanyal?” preguntó Juan, y Vicent asintió, ambos reconociendo la forma del viejo barrio en las vocales del otro. “Quiero la verdad para que ninguna madre tenga que oír lo que la mía escuchó,” dijo Juan, acariciando el medallón de San Miguel en su bolsillo hasta que se calentó.
Vicent exhaló un suspiro que había esperado años. “No toques el Círculo, inspector. No tiras de una red atada al muelle de un juez.”
Una placa llamó la atención de Juan cerca del ascensor de carga: bronce desgastado y mate por décadas de manos, letras antiguas y obstinadas. Círculo Marítimo de Valencia — 1864, un murciélago posado sobre una corona, esmalte oscurecido por el tiempo.
El sello del medallón encajó perfectamente en su pensamiento, una pieza de rompecabezas cayendo en su lugar con un suave clic. “Medallón de socio,” dijo Juan, probando las palabras. Vicent miraba la reja del ascensor. “Para el guardarropa, para la sala de lectura del sótano, para favores que solían llamarse tradición.” Se encogió de hombros y se quedó así.
“Tengo nietos,” añadió en voz baja. “Les gusta que esté vivo.”
La Plaza del Ayuntamiento siempre parecía un decorado cuando el sol pulía su piedra, pero el Ayuntamiento era un bosque de cristal y zapatos resonando donde las promesas se marchitaban bajo la luz fluorescente. La Jefa de Patrimonio Documental, Inés Galiana, tenía una sonrisa como un corte de papel y una blusa lo suficientemente rígida como para negarse por sí misma. “Los asuntos patrimoniales requieren discreción,” dijo, deslizando un documento de política sobre el escritorio mientras mantenía la pila que realmente le interesaba escondida bajo un codo.
“Estamos auditando acuerdos de donantes. Algunos artículos se mantienen bajo condiciones de privacidad. Nuestro conseller valora la confianza cívica.” El nombre de Mateo Vives flotó entre ellos sin tocar la superficie. Juan se inclinó, lo suficientemente cerca para ver los finos rasguños en el clip de su bolígrafo, la tenue mancha de barniz naranja en el borde de la carpeta como una huella dactilar.
“Una mujer murió en La Lonja,” dijo, sintiendo el peso del cuerpo de Blanca contra la fría piedra. “Si un libro se movió, necesito la cadena de custodia.” Inés sostuvo su mirada, sin parpadear, con la expresión entrenada de alguien que había aprendido hace mucho que el silencio compraba carreras más largas. “Presenta tu solicitud a Protocolo,” dijo. “Responderemos dentro del período legal.” El reloj en la pared marcaba el paso de una vida.
Se fue con una impresión y sin respuestas, los zapatos chirriando por un pasillo que olía débilmente a cítricos y ambición. Afuera, llamó al Comisario Landa, quien soltó un suspiro antes de que llegaran las palabras. Madrid quería calma. Los abogados de Beltrán habían llamado dos veces, luego una tercera desde un número que no registraba, pero zumbaba con propiedad.
“Ve con cuidado, Juan,” dijo Landa, como si los pasos cuidadosos también te deslizaran a arenas movedizas. Juan pellizcó el medallón entre el dedo y el pulgar hasta que su borde le mordió la piel, un recordatorio de todo lo que valía la pena sangrar. De vuelta en la oficina del puerto, las paredes lo observaban como solo el papel y las viejas preguntas saben hacerlo. Mapas antiguos de la bahía se superponían como escamas, y él clavó una foto del medallón debajo del emblema del murciélago, anotando CMV-73 y un signo de interrogación.
Fibras de esparto de La Lonja yacían en una funda de plástico que crujía como hierba seca al moverla, y la costra de sal en su escritorio atrapaba la luz como escarcha. Llamó al sargento jubilado Toni Ruzafa, quien tosió humor e historia por la línea. “El Círculo Marítimo mantenía un libro de contabilidad en el sótano—donaciones, mecenazgo, quién compró qué favor,” dijo Toni. “Llamaban a su bóveda la Sala del Salitre.
Olfateaba como el viejo puerto, siempre. Cuidao, Juan. Ese lugar tiene su propia marea.”
La noche se extendía sobre la Plaza del Patriarca, y el edificio del Círculo respiraba riqueza a través de ventanas de mulliones y madera aceitada. Retratos de hombres con medallas observaban desde paredes brillantes de barniz, y una alfombra roja se deslizaba hacia un escritorio donde una campana podía convocar ayuda o problemas.
Vicent estaba en el guardarropa, manos entrelazadas sobre sus llaves como en oración, sus ojos encontrando los de Juan con un cansancio inclinado. “Los registros se fueron ayer,” murmuró, su voz dispuesta de tal manera que podría confundirse con el clima. “Dos hombres con un coche de la ciudad llevaron cajas. Vi el murciélago estampado en las tapas, el viejo.” El gemido de un ascensor de carga resonó abajo, luego se detuvo.
Por un pasillo cargado de bronce y sombras, una puerta lateral dejó escapar una corriente de aire que olía débilmente a sal y cuerda vieja. Un hombre de seguridad apareció en la franja de luz del corredor con la fácil confianza de alguien que creía que tenía más rango que las consecuencias. Sus pantalones de traje estaban cubiertos de una fina costra blanca, y un filamento de esparto se aferraba a su puño como una historia que había olvidado borrar. “Función privada,” dijo, mostrando una tarjeta laminada que llevaba el escudo de la ciudad y una firma que parecía descuidada y cara.
Juan dejó que su atención se posara en los detalles—la cadencia de su voz, el cuero desgastado de su cinturón, la manera en que su mano flotaba cerca de un bolsillo donde un teléfono esperaba como un cómplice. En la calle, las campanas de la catedral cercana marcaron las nueve con una gravedad que incluso hacía que los scooters en paso se detuvieran. Juan miró la reja del sótano donde una franja de luz se filtraba, delgada como un suspiro, luego inclinó la cabeza porque la escuchó—un zumbido, un leve escalofrío seguido de un tintineo apagado, como un mensaje llegando en la pequeña oscuridad. El tono de Blanca había sido un torrente de agua; lo había escuchado en La Lonja cuando un oficial desplazaba el informe.
Con los dedos sobre la reja, sintió la vibración como un latido tratando de salir a la superficie. Dos hombres en trajes oscuros llegaron con un papel rígido como un escudo. “Cierre de emergencia,” dijo uno, el sello de la Consellería brillando como una amenaza. “¿Con qué autoridad?” preguntó Juan, pero la respuesta esperaba abajo donde el teléfono seguía respirando.
¿Estaba el último mensaje de Blanca sellado bajo sus pies, y cuántas puertas se cerrarían antes de que él abriera una?